23 de abril de 2017


MARINA

"Vas a tener que llorar mucho, mucho", me dijo la amiga en medio de la fiesta, tomando vino, fumando... y con la mirada de sabios de los que ya estuvieron ahí, donde está uno ahora.
Tomé aire para decir algo, que dejé inconcluso y suspendido... y lancé una carcajada y un grito: "¿¡Todavía más?!"
Cuánto más.
Cuántas lágrimas entran en un duelo.

Llorar y llorar y pensar que te vacías, pero no.
La angustia sube desde el centro del cuerpo, el llanto crece.
Y ahí están de nuevo.
Agua salada que brota y brota y moja la cara, toda la cara.
Congoja y agua salada.
Dolor, grito, dolor... derrumbarse en un colchón y que no se escuche tan fuerte el llanto por los vecinos, ahogado en la almohada, para que salga de la entraña, del estómago, de las vísceras, que se extirpe.
Eso.
Que se extirpe.
El llanto, como una forma de arrancarlo.
Pero siempre hay más, al día siguiente hay más.
Será que de verdad habrá que llorar mucho.
Mucho más todavía de lo que imaginás.
Será que el agua salada, sana.
Como lo hace el mar.
Será mi pequeño mar.
"Marina. La que viene del mar. La que se parece al mar.", me respondía mi papá cuando, también llorando, le preguntaba por qué me habían nombrado tan raro.





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